domingo, 6 de abril de 2014

Leyenda del mago y la princesa hechicera Washington Irving - 1832

Hace muchos años, ocupaba el trono de Granada el famoso rey moro Aben-Habuz. Sus hazañas, tal como las relatan las viejas crónicas, no se inspiraban, por cierto, en nobles y honrados propósitos. Amargas lágrimas costaban a sus débiles vecinos los atropellos a que lo impulsaba su rapacidad. De acuerdo con el viejo refrán "el que siembra vientos recoge tempestades", el avaro rey, al llegar a una edad en que las energías abandonan el cuerpo y el espíritu pide paz y tranquilidad, sólo cosechó continuos sobresaltos y angustiosos temores.


 Los príncipes vecinos, a quienes había despojado de bienes y dominios, enterados de que la vejez abatía sus fuerzas, no tardaron en sublevarse y llevar ataques que aumentaban su zozobra y su miedo. La ubicación de la capital del reino no era, por cierto, muy estratégica. Las altas montañas que la rodeaban, hacían casi imposible establecer la proximidad de un ejército. Este favor que dispensaba la naturaleza a sus enemigos, obligó a Aben-Habuz a tomar extremas medidas de vigilancia. Estableció guardias en los picos más altos y senderos practicables. Debían señalar por medio de hogueras la proximidad de los atacantes, para poder enviar inmediatamente los refuerzos necesarios. Pero tales precauciones no vencían la audacia de los príncipes. Cuando él recibía un aviso, sus adversarios, que habían avanzado por algún oculto paso, huían cargados de botín y prisioneros. Esta situación agriaba día a día el fiero carácter de Aben-Habuz.


Un atardecer, mientras examinaba el horizonte esperando ver surgir una de las tantas columnas de humo que señalaban la proximidad de enemigos, le fue anunciada la llegada a la corte de un sabio y viejo médico árabe, que creía proporcionarle algún remedio a sus males. Llevado a su presencia, el visitante le causó honda impresión.Una larga barba blanca le bajaba hasta la cintura. Los años no habían vencido su alta osamenta. Venía caminando desde tierras lejanas sin más arma y sostén que un grueso bastón en el que había grabado misteriosos símbolos. Al decir llamarse Ibrahim Eben Abu Ajib, murmullos de admiración y respeto certificaron la fama que le precedía. No ignoraba el rey y sus cortesanos la existencia de este hijo de Abu Ajib, nada menos que compañero del gran Profeta. Desde niño vivió en Egipto, estudiando, aun por más difíciles que ellas resultaran, todas las ciencias y artes que se transmitían desde la más remota antiguedad. ̈ La astrología no escapaba a su vasto saber, y dominaba la magia en todos los colores del arco iris, porque, según él explicaba, la blanca y la negra sólo era cosa de principiantes. Como un aserto a su vasto saber, la corte comentaba que había hallado el ansiado y muy buscado secreto de prolongar la vida. Que su edad era de más de doscientos años, pero que había hecho su descubrimiento un poco tarde, cuando no había tiempo de borrar canas y arrugas. Como su personalidad y antecedentes daban brillo a la corte y sus achaques necesitaban atención, Aben-Habuz no vaciló en dispensarle los más gratos honores. Hizo amueblar suntuosas habitaciones, pero el mago no se avenía con el bullicio del palacio y decidió habitar en una caverna situada en la montaña sobre la que se levantaba el real albergue. Dispuestos los arreglos convenientes, entre ellos perforar la roca en tal forma que le permitiera observar las estrellas a toda hora, grabó en las paredes misteriosos símbolos, desconocidos jeroglíficos egipcios y órbitas de estrellas y planetas. Hizo construir singulares instrumentos, raros mecanismos que causaron la admiración de los artífices de Granada, pero nunca lograron conocer su aplicación: el sabio guardaba profundo secreto. Los consejos de un médico resultan indispensables cuando a cierta edad tienden a aparecer males ignorados. Esa necesidad llevó al docto Ibrahim Eben Abu Ajib al puesto de consejero favorito del rey de Granada.



En una de sus visitas, Aben-Habuz renovó sus quejas contra la continua vigilancia que debía ejercer sobre sus vecinos y el daño que le causaban sus correrías, cuando el mago, después de escucharlo en silencio y meditar un largo tiempo, dijo:-En Egipto, poderoso rey, vi y estudié un prodigioso invento. Se halla colocado en una montaña que domina el valle en que se encuentra la ciudad de Borza, cerca del río Nilo. Está compuesto de dos figuras de bronce: un gallo y un carnero, que giran independientemente sobre un mismo eje. Si algún peligro se cierne sobre la ciudad, el gallo empieza a cantar, mientras que el carnero señala la dirección por donde avanza el enemigo. De esta forma los laboriosos habitantes estaban siempre a cubierto de una sorpresa. -¡Mahoma me ilumine! -imploró el rey-. ¡Es eso lo que necesito! Un carnero y un gallo centinelas.