Hace muchos años, ocupaba el trono de Granada el famoso rey moro
Aben-Habuz. Sus hazañas, tal como las relatan las viejas crónicas, no
se inspiraban, por cierto, en nobles y honrados propósitos. Amargas
lágrimas costaban a sus débiles vecinos los atropellos a que lo
impulsaba su rapacidad.
De acuerdo con el viejo refrán "el que siembra vientos recoge
tempestades", el avaro rey, al llegar a una edad en que las energías
abandonan el cuerpo y el espíritu pide paz y tranquilidad, sólo
cosechó continuos sobresaltos y angustiosos temores.
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Los príncipes vecinos, a quienes había despojado de bienes y
dominios, enterados de que la vejez abatía sus fuerzas, no tardaron
en sublevarse y llevar ataques que aumentaban su zozobra y su
miedo.
La ubicación de la capital del reino no era, por cierto, muy
estratégica. Las altas montañas que la rodeaban, hacían casi
imposible establecer la proximidad de un ejército. Este favor que
dispensaba la naturaleza a sus enemigos, obligó a Aben-Habuz a
tomar extremas medidas de vigilancia.
Estableció guardias en los picos más altos y senderos practicables.
Debían señalar por medio de hogueras la proximidad de los
atacantes, para poder enviar inmediatamente los refuerzos
necesarios. Pero tales precauciones no vencían la audacia de los
príncipes. Cuando él recibía un aviso, sus adversarios, que habían
avanzado por algún oculto paso, huían cargados de botín y
prisioneros.
Esta situación agriaba día a día el fiero carácter de Aben-Habuz.
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Un atardecer, mientras examinaba el horizonte esperando ver surgir
una de las tantas columnas de humo que señalaban la proximidad de
enemigos, le fue anunciada la llegada a la corte de un sabio y viejo
médico árabe, que creía proporcionarle algún remedio a sus males.
Llevado a su presencia, el visitante le causó honda impresión.Una larga barba blanca le bajaba hasta la cintura. Los años no habían
vencido su alta osamenta. Venía caminando desde tierras lejanas sin
más arma y sostén que un grueso bastón en el que había grabado
misteriosos símbolos.
Al decir llamarse Ibrahim Eben Abu Ajib, murmullos de admiración y
respeto certificaron la fama que le precedía. No ignoraba el rey y sus
cortesanos la existencia de este hijo de Abu Ajib, nada menos que
compañero del gran Profeta. Desde niño vivió en Egipto, estudiando,
aun por más difíciles que ellas resultaran, todas las ciencias y artes
que se transmitían desde la más remota antiguedad. ̈
La astrología no escapaba a su vasto saber, y dominaba la magia en
todos los colores del arco iris, porque, según él explicaba, la blanca y
la negra sólo era cosa de principiantes.
Como un aserto a su vasto saber, la corte comentaba que había
hallado el ansiado y muy buscado secreto de prolongar la vida. Que
su edad era de más de doscientos años, pero que había hecho su
descubrimiento un poco tarde, cuando no había tiempo de borrar
canas y arrugas.
Como su personalidad y antecedentes daban brillo a la corte y sus
achaques necesitaban atención, Aben-Habuz no vaciló en dispensarle
los más gratos honores. Hizo amueblar suntuosas habitaciones, pero
el mago no se avenía con el bullicio del palacio y decidió habitar en
una caverna situada en la montaña sobre la que se levantaba el real
albergue.
Dispuestos los arreglos convenientes, entre ellos perforar la roca en
tal forma que le permitiera observar las estrellas a toda hora, grabó
en las paredes misteriosos símbolos, desconocidos jeroglíficos
egipcios y órbitas de estrellas y planetas. Hizo construir singulares
instrumentos, raros mecanismos que causaron la admiración de los
artífices de Granada, pero nunca lograron conocer su aplicación: el
sabio guardaba profundo secreto.
Los consejos de un médico resultan indispensables cuando a cierta
edad tienden a aparecer males ignorados.
Esa necesidad llevó al docto Ibrahim Eben Abu Ajib al puesto de
consejero favorito del rey de Granada.
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En una de sus visitas, Aben-Habuz renovó sus quejas contra la
continua vigilancia que debía ejercer sobre sus vecinos y el daño que
le causaban sus correrías, cuando el mago, después de escucharlo en
silencio y meditar un largo tiempo, dijo:-En Egipto, poderoso rey, vi y estudié un prodigioso invento. Se halla
colocado en una montaña que domina el valle en que se encuentra la
ciudad de Borza, cerca del río Nilo. Está compuesto de dos figuras de
bronce: un gallo y un carnero, que giran independientemente sobre
un mismo eje. Si algún peligro se cierne sobre la ciudad, el gallo
empieza a cantar, mientras que el carnero señala la dirección por
donde avanza el enemigo. De esta forma los laboriosos habitantes
estaban siempre a cubierto de una sorpresa.
-¡Mahoma me ilumine! -imploró el rey-. ¡Es eso lo que necesito! Un
carnero y un gallo centinelas.